“Tenemos tan poco tiempo para decir todo lo que queremos. Tenemos tan poco tiempo para todo”.
Hiroshi (Ryō Kase)
Un único trazo de tiza continuo dibujado sobre el pavimento callejero encapsula, al modo de los amantes petrificados para la eternidad de Rossellini, a dos personas en una única mortaja simbólica, aquí filtrada ya por varios años de Historia del cine y pastiche postmoderno: en una escena de cómica ternura o bien de romántico dramatismo se infiltra un elemento clave de la iconografía del cine policíaco. Sin embargo, el matiz es sutil: ella, condenada por un cáncer irremisible se encuentra perfectamente delineada por su propia silueta; él aún escapa a un destino tardío: un pie, una mano, la cabeza se rebelan. Aun así, sus respectivos dedos siguen entrelazados y el enfrentamiento hacia la muerte va a ser un camino que emprenderán juntos.
Semejante descripción debería bastar para alejar a todo aquél que no esté dispuesto a invertir su tiempo en descubrir por qué la solución para recuperar una cierta inocencia de los conceptos narrativos en ocasiones podría pasar por despojarnos a nosotros mismos de nuestros autoimpuestos códigos de cinismo y sospecha. Hemos vivido demasiadas guerras como para aceptar una historia de amour fou condenado por una muerte a la vuelta de la esquina y dejarnos seducir por esta Love Story para la generación ipod que, en primera instancia, no pretende más que resultar una historia bonita y enternecedora.
Así que es muy lícito y respetable desechar Restless a la primera de cambio. Pero (¿acto de fe? al fin y al cabo, estamos hablando de Gus Van Sant) algo más hay detrás de esta hermosa película. Y vale la pena descubrirlo. De entrada porque, abarcado todo el espectro ideológico de la vertiente industrial del cine, este es un paso lógico en la carrera de un hombre que se ha acogido a la radicalidad más extrema (nacimiento en el underground -Mala noche- primeros pasos en una cierta independencia -Drugstore Cowboy, Mi Idaho privado-) y ha logrado fluidamente retornar a la misma (Elephant, Gerry, Last Days, Paranoid Park) tras conocer el éxito mainstream (El indomable Will Hunting, Descubriendo a Forrester, Mi nombre es Harvey Milk) sin renunciar a interesantísimas experimentaciones radicales de por medio (Psycho). En este sentido, Restlesspodría ser la depuración de esa tendencia situándose en un punto intermedio a todas ellas (como en su momento pudieron hacer en cierto modo Ellas también se deprimen o Todo por un sueño): se presenta en un envoltorio accesible al que no hará ascos ninguna platea, pero no renuncia a los estilemas temáticos y a las señas de identidad de un hombre que parece ya tener al alcance de su mano la plena capacidad de lograr con cada gimmick audiovisual la emoción pretendida en el espectador.
De modo que nos encontramos ante una nueva película rodada con la exquisitez formal habitual; con el mimo aplicado en cada plano, en el tratamiento de la fotografía (sutil depuración de la personalidad visual de su anterior Paranoid Park) y en la elección de canciones para su banda sonora. Y en este sentido la intención es clara: el hermetismo de Elephant tiene su visión amistosa: ahora el plano icónico no es el de la espalda del joven que se desplaza sin rumbo pero con un destino por los claustrofóbicos pasillos de instituto, sino el contraplano frontal de la joven pareja que pasea -también sin rumbo y con destino- por las calles suburbiales de Portland.
Pero también estamos ante una nueva exploración del adolescente, de la soledad por la diferencia y la necesaria comunicación con el prójimo durante la etapa de juventud -gran tema transversal a toda su obra que en Restless se concreta en la mirada y el gesto ascético de un gran Henry Hopper, hijo de Dennis-. Y aquí, los jóvenes protagonistas están a medio paso de la maduración, de empezar a encontrar el rumbo. Al fin y al cabo, Restless parece ser la historia personal, más que de Annabel la joven con cáncer profunda admiradora de Drawing, de Enoch, el chico que se enamora de ella.
Como tantas otras criaturas de Van Sant, Enoch está perdido en un entorno donde las figuras adultas ya están ausentes. En su caso, sus padres desaparecieron del mapa sin que él pudiera siquiera despedirse. A partir de ahí, su mundo se puebla de fantasmas (ese Kamikaze que se ha convertido en su principal aliado invisible que en ocasiones ejerce de voz de la conciencia y en otras de catalizador de la culpa social -Nagasaki-) y conversaciones con la muerte (la tumba de sus padres), pero esencialmente desde una posición casi intrusista (la asistencia a funerales de gente a la que no conoció). No será hasta el final que Enoch aprenda a integrar realmente en su vida la idea de la muerte dando finalmente ese paso de iluminación al que no muchos logran llegar. Van Sant perfila de este modo y respecto a la vida que convive con la idea de la muerte una visión espontánea, sincera, una mirada clara y directa, imbuida de la misma puntería expositiva que desprendía, por ejemplo, el Alan Ball de A dos metros bajo tierra.
Así las cosas, el relato requiere de un tremendo vitalismo y de un enfoque tierno aun no ternurista para no caer en la solemnidad ni la circunspección forzada. Al fin y al cabo, a pesar de aceptar la muerte como un activo presente en la vida, la adolescencia es pura, y simplemente, una fuerza vital de amor. El triunfo del eros sobre el thanatos. El cumplimiento de los sueños que se impone al derrotismo y el pesimismo propios de la edad adulta. Por eso, Restless es, ante todo, un canto a la fabulación y a la imaginación, a la ensoñación y la aceptación de la invención como forma de vida (¿acaso duda Annabel al aceptar a Hiroshi, el fa por ello todo está imbuido de una cierta "aparente ligereza" casi francesa. En Restless hacen acto de presencia una ternura truffautiana (hay un regusto a la vitalidad romántica de Besos robados, de algunos momentos de Jules y Jim), ecos de Cléo de 5 a 7 y la caracterización de una Mia Wasikowska (por cierto, inconmensurable) claramente inspirada en Jean Seberg. Pero también contiene una placidez casi nipona (hacen acto de presencia la serenidad de los manga de un Jiro Taniguchi y la lucidez otoñal del Kurosawa de Vivir y casi de Mikio Naruse y Ozu), algún guiño a Harold y Maude y el aire agridulce de la clásica Amarga victoria.
Todo en un contenedor de indiscutible carcasa indie, a medio camino de la excentricidad de Hal Hartley, la comedia dramática (eso, indie) de los 90 cuya bandera podría ser Beautiful Girls y el romanticismo Hollywood estándar. Y que de nuevo demuestra la capacidad para convertirse en símbolo generacional, puntuado por temas musicales -más allá de la atemporal aparición de los eternos Beatles- de algunos popes del panorama actual (hay canciones de Bon Iver o Sufjan Stevens) y rematado de manera inmejorable en un final ya icónico al que da calor la totémica voz de una Nico que treinta o cuarenta años después podría seguir dotando de texturas a los sueños de adolescencia.
Aunque en el fondo, bien pensado, más que en un quirúrgico analista de la condición adolescente, Gus Van Sant se postula, gracias a las resonancias míticas de su película, en un poeta de los avatares humanos, sin acotaciones de edad. Son las ventajas de disponer de unos personajes que han decidido aprehender su propio destino más que huir de él. A eso se le llama maduración. Algo que parece esquivo a algunas personas aunque se les conceda la oportunidad de vivir un siglo y la misma que logran esos directores que deciden, como culminación de una idiosincrasia creativa, terminar haciendo lo que les dé la real gana sin miedo a naufragar en las caudalosas aguas del océano de la cursilería y la pedantería afectada.
Y Gus Van Sant, recordamos, es un más que experimentado lobo de mar.
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