cabalmente su oficio de hombre
Anónimo
El hombre, desde niño, busca lo agradable y evita lo desagradable. Busca el placer y evita el dolor. Este nivel de placer instintivo es normal entre aquellos niños y adultos que no recibieron una educación que les haya mostrado otros valores superiores. Y también es normal cuando uno escoge una diversión, pasatiempo o tema de conversación, ya que este nivel sirve como orientación en muchos casos legítima. El problema o el error, por así decirlo, surge cuando se llega a los extremos, es decir, al uso exclusivo de este nivel en cualquier situación de la vida, o a su eliminación absoluta, como si el placer fuera algo malo. Por el contrario, sin duda alguna, el placer es un valor, ya que busca la satisfacción de las necesidades vitales del ser humano.
La existencia de las normas morales siempre ha afectado a las personas. Desde pequeños captamos por diversos medios la existencia de dichas normas, y de hecho, somos afectados por ellas en forma de consejo, orden o, en otros casos, obligación o prohibición, pero siempre con el fin de orientar e incluso determinar nuestra conducta. Ante un mismo acto, existe siempre diversidad de opiniones, cuando para algunas personas un acto es correcto, para otras es inmoral, por ejemplo el divorcio, el aborto o la eutanasia. La pregunta que normalmente se hace una persona que rige su conducta basándose en las normas morales es: ¿cuál es el criterio para escoger una norma o la contraria? En este contexto la ética y la moral comprenden la disposición del hombre en la vida, su carácter, costumbre y moral. Podríamos traducirla como el modo o forma de vida, en el sentido profundo de su significado.
A lo largo de su historia, el hombre ha generado un asombroso desarrollo científico y tecnológico. La tecnología constituye una variable en la vida de los hombres que influye en forma significativa sobre su organización social y su vida personal.
El impacto tecnológico sobre la sociedad humana ha modificado indudablemente el desarrollo de la vida de los individuos que la componen. Todos los hombres y sus organizaciones utilizan alguna forma de tecnología para ejecutar sus operaciones y realizar sus tareas. Hoy podríamos decir que casi toda la actividad humana depende de un tipo de tecnología o de una matriz de tecnologías para poder funcionar y alcanzar sus objetivos.
Desde un punto de vista puramente administrativo, se considera a la tecnología como algo que se desarrolla predominantemente en las organizaciones, en general, y en las empresas, en particular, a través de conocimientos acumulados y desarrollados sobre el significado y la ejecución de tareas, y por sus manifestaciones físicas consecuentes (máquinas, equipos, instalaciones). Éstas constituyen un enorme complejo de técnicas utilizadas en la transformación de los insumos recibidos por la empresa en productos o servicios, o sea, en resultados.
La tecnología puede estar o no estar incorporada a los bienes físicos. La tecnología incorporada está contenida en bienes de capital, materias primas básicas, materias primas intermedias o componentes terciarios. La tecnología no incorporada se encuentra en las personas (técnicos, peritos, diversos profesionales) bajo formas de conocimientos intelectuales u operacionales, facilidad mental o manual para ejecutar las operaciones, o en documentos que la registran y observan con el fin de asegurar su conservación y transmisión.
La tecnología puede ser definida como una actividad socialmente organizada y planificada que persigue objetivos conscientemente elegidos y de características esencialmente prácticas. Participa profundamente en cualquier tipo de actividad humana, en todos los campos de actuación. El hombre moderno utiliza en su comportamiento cotidiano -y casi sin percibirlo- una avalancha de contribuciones de la tecnología: el automóvil, el reloj, el teléfono, las comunicaciones, por mencionar sólo algunas. A pesar de que exista conocimiento que no pueda ser considerado conocimiento tecnológico, la tecnología es un determinado tipo de conocimiento que es utilizado para transformar elementos materiales, materias primas, datos, información en bienes o servicios, modificando su naturaleza o sus características.
La tecnología tiene influencia sobre la vida de los hombres en dos formas: puede ser considerada como una variable ambiental y externa, y como una variable organizacional e interna. A lo largo del siglo XX, la tecnología ha evolucionado en relación cada vez más estrecha con el desarrollo del conocimiento científico. Esto ha tenido consecuencias importantes. Por una parte, la ciencia se ha instalado -incluso institucionalmente- en las empresas de producción industrial, y eso ha hecho que cambie profundamente la organización de la investigación, y en cierto modo la naturaleza del conocimiento científico y de los problemas filosóficos que plantea su desarrollo.
La influencia de la tecnología sobre la vida humana requiere indefectiblemente de la ética, ya que nos aporta la máquina, el conocimiento de su funcionamiento. Por ejemplo, podemos acceder a un automóvil que técnicamente pueda desarrollar una velocidad de 200 Km. por hora, pero está en nosotros decidir cuándo podemos acelerar y cuándo debemos disminuir la velocidad para no poner en riesgo la vida de terceras personas ni la nuestra. La ética determina la manera en que actuamos, es decir, la forma en que asumimos responsablemente las consecuencias de nuestros actos. Tiene por referente las categorías del bien y del mal. Nos invita a reflexionar sobre todo lo que ayuda a la realización auténtica de la persona, y a rechazar lo que impide esa realización auténtica.
El objetivo de este trabajo es, por un lado, hacer un análisis de la relación entre la ética, la ciencia y la tecnología, teniendo en cuenta que están asociadas a la vida de las personas. Por otro lado, y dentro de este contexto, tratar de comprender si, como sostienen los positivistas, la ciencia y la tecnología tienen su propia ética, o, como sostienen autores como Heidegger, la ciencia y la tecnología no poseen criterios éticos. La ética pertenece a la filosofía, en la misma medida en que la filosofía se refiere en forma genuina a la realidad. La ciencia y la tecnología no establecen criterios éticos por la misma razón por la que no se refieren a la realidad de un modo genuino, sino mediante la transformación de los conceptos en parámetros técnicos.
En varios círculos intelectuales, se dice que la modernidad está finalizando; sin embargo, sólo podríamos aceptar que esa supuesta extinción ocurre exclusivamente en tales círculos, y en otros semejantes, con la fuerza que hace imaginar ese aserto. El núcleo de las sociedades occidentales sigue siendo moderno. Más aún: cabe afirmar que en nuestro tiempo la modernidad está en su apogeo, habiendo, frente a ella, meras reacciones débiles en el plano propiamente colectivo.
El siglo XXI clama por una ciencia profundamente humanizada, basada en enfoques sistémicos altamente integrados. Ese es un dictado que proviene de las propias características que ha venido adquiriendo el desarrollo de las ciencias y del conocimiento. Se trata de saltos del saber en casi todos los campos de la actividad científica. Esos saltos además, registran severos impactos en todo el andamiaje social de sus entornos directos e indirectos, locales y globales.
Se trata entonces de que ahora, como nunca antes, el avance del conocimiento registra connotaciones éticas, económicas, jurídicas, políticas y, por supuesto, ideológicas. Y no es que estemos politizando o estemos dando un perfil estrictamente ideológico al campo del saber, en nada vinculado a la política o la ideología. Es que el avance del conocimiento ahora registra matices de importancia trascendental para toda la concepción de la vida, del hombre, de lo humano, de la convivencia social.
Unos ejemplos vividos durante los últimos meses del siglo XX servirán para ilustrar lo que se plantea. En junio del 2000 fue presentado al mundo por el Primer Ministro británico Antony Blair y el Presidente de los Estados Unidos de América William Clinton, el primer acercamiento a un mapa del genoma humano. Ya se gestaban concepciones según las cuales la información que brindan los códigos genéticos pueden dar luz para caracterizar a las personas aspirantes a determinados empleos, y sacar conclusiones por parte de los empleadores acerca de su talento, capacidad, estados de ánimo, espíritu emprendedor, entre otras cosas. A partir de esa información, se podría decidir si la persona en cuestión sería merecedora o no de ese empleo. De esta manera alguien podría saber desde su nacimiento para qué ha quedado predestinada en la vida. La influencia de las relaciones sociales en la conformación y transformación de la personalidad queda en el olvido.
Las consecuencias éticas e incluso de connotación política de los tratamientos de fertilidad que parecen conducir a partos múltiples, como el que se estuvo sufriendo en Italia en los últimos días del siglo XX, llegan a conmocionar a la opinión pública no sólo del país escenario de cada amarga experiencia, sino de toda la parte enterada del planeta. En los primeros días de octubre de 2002 recorrió el mundo la noticia de una pareja en Colorado, Estados Unidos, que había seguido el proceso de selección genética de un hijo para que con sus células pudieran salvar a la hermana que padecía de una enfermedad genética de la médula ósea. Así surgió una importante práctica médica para atención a pacientes en fase terminal, pero también con él surgió el dilema del destino a dar a los embriones que no pasaron el test genético. ¿Pretenderá alguien que esos embriones puedan ser congelados en tanques de nitrógeno líquido hasta que se donen a una pareja estéril? ¿Es sensato generar 15 embriones y un bebé para obtener unas cuantas células? Y además, si esto es aceptado, se puede preguntar: ¿cuántas parejas del tercer mundo podrían aspirar a un tratamiento similar ante similar padecimiento?, más aún, ¿cuántas parejas del tercer mundo se enterarán de esta posibilidad que brinda la ciencia? Son estos cuestionamientos cruciales que se presentan ante la humanidad que irrumpe en el nuevo siglo. Son, como se aprecia, no exclusivos del ámbito de la ciencia, sino integradores de todo el andamiaje social.
La pregunta moral radica en qué hacemos, cómo actuamos con las transformaciones que nos brinda la ciencia. Los científicos son parte de una sociedad que tiene normas y tienen responsabilidades ineludibles, como por ejemplo, hacer el bien, y esto se sustenta en la presunción de que del hombre bueno se presumen buenos actos, sin embargo, no es lo mismo la búsqueda del ser bueno que el esfuerzo por hacer el bien. La pregunta moral del cómo hacer el bien, implica una condición de apertura hacia los demás.
La existencia de las normas morales siempre ha afectado a las personas. Desde pequeños captamos por diversos medios la existencia de dichas normas, y de hecho, somos afectados por ellas en forma de consejo, orden o, en otros casos, obligación o prohibición, pero siempre con el fin de orientar e incluso determinar nuestra conducta. Ante un mismo acto, existe siempre diversidad de opiniones, cuando para algunas personas un acto es correcto, para otras es inmoral, por ejemplo el divorcio, el aborto o la eutanasia. La pregunta que normalmente se hace una persona que rige su conducta basándose en las normas morales es: ¿cuál es el criterio para escoger una norma o la contraria? En este contexto la ética y la moral comprenden la disposición del hombre en la vida, su carácter, costumbre y moral. Podríamos traducirla como el modo o forma de vida, en el sentido profundo de su significado.
A lo largo de su historia, el hombre ha generado un asombroso desarrollo científico y tecnológico. La tecnología constituye una variable en la vida de los hombres que influye en forma significativa sobre su organización social y su vida personal.
El impacto tecnológico sobre la sociedad humana ha modificado indudablemente el desarrollo de la vida de los individuos que la componen. Todos los hombres y sus organizaciones utilizan alguna forma de tecnología para ejecutar sus operaciones y realizar sus tareas. Hoy podríamos decir que casi toda la actividad humana depende de un tipo de tecnología o de una matriz de tecnologías para poder funcionar y alcanzar sus objetivos.
Desde un punto de vista puramente administrativo, se considera a la tecnología como algo que se desarrolla predominantemente en las organizaciones, en general, y en las empresas, en particular, a través de conocimientos acumulados y desarrollados sobre el significado y la ejecución de tareas, y por sus manifestaciones físicas consecuentes (máquinas, equipos, instalaciones). Éstas constituyen un enorme complejo de técnicas utilizadas en la transformación de los insumos recibidos por la empresa en productos o servicios, o sea, en resultados.
La tecnología puede estar o no estar incorporada a los bienes físicos. La tecnología incorporada está contenida en bienes de capital, materias primas básicas, materias primas intermedias o componentes terciarios. La tecnología no incorporada se encuentra en las personas (técnicos, peritos, diversos profesionales) bajo formas de conocimientos intelectuales u operacionales, facilidad mental o manual para ejecutar las operaciones, o en documentos que la registran y observan con el fin de asegurar su conservación y transmisión.
La tecnología puede ser definida como una actividad socialmente organizada y planificada que persigue objetivos conscientemente elegidos y de características esencialmente prácticas. Participa profundamente en cualquier tipo de actividad humana, en todos los campos de actuación. El hombre moderno utiliza en su comportamiento cotidiano -y casi sin percibirlo- una avalancha de contribuciones de la tecnología: el automóvil, el reloj, el teléfono, las comunicaciones, por mencionar sólo algunas. A pesar de que exista conocimiento que no pueda ser considerado conocimiento tecnológico, la tecnología es un determinado tipo de conocimiento que es utilizado para transformar elementos materiales, materias primas, datos, información en bienes o servicios, modificando su naturaleza o sus características.
La tecnología tiene influencia sobre la vida de los hombres en dos formas: puede ser considerada como una variable ambiental y externa, y como una variable organizacional e interna. A lo largo del siglo XX, la tecnología ha evolucionado en relación cada vez más estrecha con el desarrollo del conocimiento científico. Esto ha tenido consecuencias importantes. Por una parte, la ciencia se ha instalado -incluso institucionalmente- en las empresas de producción industrial, y eso ha hecho que cambie profundamente la organización de la investigación, y en cierto modo la naturaleza del conocimiento científico y de los problemas filosóficos que plantea su desarrollo.
La influencia de la tecnología sobre la vida humana requiere indefectiblemente de la ética, ya que nos aporta la máquina, el conocimiento de su funcionamiento. Por ejemplo, podemos acceder a un automóvil que técnicamente pueda desarrollar una velocidad de 200 Km. por hora, pero está en nosotros decidir cuándo podemos acelerar y cuándo debemos disminuir la velocidad para no poner en riesgo la vida de terceras personas ni la nuestra. La ética determina la manera en que actuamos, es decir, la forma en que asumimos responsablemente las consecuencias de nuestros actos. Tiene por referente las categorías del bien y del mal. Nos invita a reflexionar sobre todo lo que ayuda a la realización auténtica de la persona, y a rechazar lo que impide esa realización auténtica.
El objetivo de este trabajo es, por un lado, hacer un análisis de la relación entre la ética, la ciencia y la tecnología, teniendo en cuenta que están asociadas a la vida de las personas. Por otro lado, y dentro de este contexto, tratar de comprender si, como sostienen los positivistas, la ciencia y la tecnología tienen su propia ética, o, como sostienen autores como Heidegger, la ciencia y la tecnología no poseen criterios éticos. La ética pertenece a la filosofía, en la misma medida en que la filosofía se refiere en forma genuina a la realidad. La ciencia y la tecnología no establecen criterios éticos por la misma razón por la que no se refieren a la realidad de un modo genuino, sino mediante la transformación de los conceptos en parámetros técnicos.
En varios círculos intelectuales, se dice que la modernidad está finalizando; sin embargo, sólo podríamos aceptar que esa supuesta extinción ocurre exclusivamente en tales círculos, y en otros semejantes, con la fuerza que hace imaginar ese aserto. El núcleo de las sociedades occidentales sigue siendo moderno. Más aún: cabe afirmar que en nuestro tiempo la modernidad está en su apogeo, habiendo, frente a ella, meras reacciones débiles en el plano propiamente colectivo.
El siglo XXI clama por una ciencia profundamente humanizada, basada en enfoques sistémicos altamente integrados. Ese es un dictado que proviene de las propias características que ha venido adquiriendo el desarrollo de las ciencias y del conocimiento. Se trata de saltos del saber en casi todos los campos de la actividad científica. Esos saltos además, registran severos impactos en todo el andamiaje social de sus entornos directos e indirectos, locales y globales.
Se trata entonces de que ahora, como nunca antes, el avance del conocimiento registra connotaciones éticas, económicas, jurídicas, políticas y, por supuesto, ideológicas. Y no es que estemos politizando o estemos dando un perfil estrictamente ideológico al campo del saber, en nada vinculado a la política o la ideología. Es que el avance del conocimiento ahora registra matices de importancia trascendental para toda la concepción de la vida, del hombre, de lo humano, de la convivencia social.
Unos ejemplos vividos durante los últimos meses del siglo XX servirán para ilustrar lo que se plantea. En junio del 2000 fue presentado al mundo por el Primer Ministro británico Antony Blair y el Presidente de los Estados Unidos de América William Clinton, el primer acercamiento a un mapa del genoma humano. Ya se gestaban concepciones según las cuales la información que brindan los códigos genéticos pueden dar luz para caracterizar a las personas aspirantes a determinados empleos, y sacar conclusiones por parte de los empleadores acerca de su talento, capacidad, estados de ánimo, espíritu emprendedor, entre otras cosas. A partir de esa información, se podría decidir si la persona en cuestión sería merecedora o no de ese empleo. De esta manera alguien podría saber desde su nacimiento para qué ha quedado predestinada en la vida. La influencia de las relaciones sociales en la conformación y transformación de la personalidad queda en el olvido.
Las consecuencias éticas e incluso de connotación política de los tratamientos de fertilidad que parecen conducir a partos múltiples, como el que se estuvo sufriendo en Italia en los últimos días del siglo XX, llegan a conmocionar a la opinión pública no sólo del país escenario de cada amarga experiencia, sino de toda la parte enterada del planeta. En los primeros días de octubre de 2002 recorrió el mundo la noticia de una pareja en Colorado, Estados Unidos, que había seguido el proceso de selección genética de un hijo para que con sus células pudieran salvar a la hermana que padecía de una enfermedad genética de la médula ósea. Así surgió una importante práctica médica para atención a pacientes en fase terminal, pero también con él surgió el dilema del destino a dar a los embriones que no pasaron el test genético. ¿Pretenderá alguien que esos embriones puedan ser congelados en tanques de nitrógeno líquido hasta que se donen a una pareja estéril? ¿Es sensato generar 15 embriones y un bebé para obtener unas cuantas células? Y además, si esto es aceptado, se puede preguntar: ¿cuántas parejas del tercer mundo podrían aspirar a un tratamiento similar ante similar padecimiento?, más aún, ¿cuántas parejas del tercer mundo se enterarán de esta posibilidad que brinda la ciencia? Son estos cuestionamientos cruciales que se presentan ante la humanidad que irrumpe en el nuevo siglo. Son, como se aprecia, no exclusivos del ámbito de la ciencia, sino integradores de todo el andamiaje social.
La pregunta moral radica en qué hacemos, cómo actuamos con las transformaciones que nos brinda la ciencia. Los científicos son parte de una sociedad que tiene normas y tienen responsabilidades ineludibles, como por ejemplo, hacer el bien, y esto se sustenta en la presunción de que del hombre bueno se presumen buenos actos, sin embargo, no es lo mismo la búsqueda del ser bueno que el esfuerzo por hacer el bien. La pregunta moral del cómo hacer el bien, implica una condición de apertura hacia los demás.
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